Pertenezco a un movimiento eclesial en el que cualquier cuestionamiento a lo expuesto es visto como una infidelidad o una falta de generosidad hacia el grupo y hacia Dios. Quizá incluso en ese orden. Cuando leí un artículo de la teóloga Ianire Angulo en el que delimitaba las red flags de los abusos de poder y de conciencia y decía que debemos «alzar la voz de alarma cuando cualquier tipo de postura diversa a la de quien ostenta el poder es catalogada, sin más, como una rebelión», me saltaron las alarmas. Porque es cierto que he vivido —y todavía sigo viviendo— mi fe en un contexto en el que no hay espacio para el discernimiento conjunto, la duda, el diálogo o las opiniones contrarias. «Tu problema es tu razón. Abandona la razón. Pasarlo todo por el tamiz de la racionalidad lo único que demuestra es que tu yo y tu prepotencia están por encima de Dios. No estás en la Verdad».

Así me respondía una de las personas laicas que están por encima de mí en la jerarquía del movimiento tras hacer una pregunta sobre el motivo de una decisión concreta. El delito, «hacer demasiadas preguntas siempre, interesada en los porqués de las decisiones». Yo no entendía por qué tenía que leer determinados libros y no otros; o por qué elegían unas lecturas de la Biblia como modelos de conducta y no otros; o por qué había que dedicar un día entero a la última ocurrencia del superior sin entender realmente el criterio o el objetivo de dicha ocurrencia. Yo molesto porque hago pensar a otros. Porque levanto sospechas de rebelión. Porque aconsejo a mis compañeros a que, en ocasiones, se puedan poner en duda las decisiones. Así que me han invitado a irme varias veces, y lo haré más pronto que tarde. Pero hay una parte de arraigo, de culpa, de frustración, que me impide tomar la decisión. También soy un mal ejemplo de cristiana, porque estoy separada de mi marido y no me comporto como Penélope, esperando en la estación a que él vuelva a buscarme, que es lo que me dijeron que hiciera. Que le deje el plato de la cena preparado cada día, aunque él me maltrate psicológicamente a diario y viva con su amante.

He ido poco a poco, con ayuda, entendiendo que hay ocasiones en las que se descalifica la razón, porque actúa como contrapeso del poder del líder. La razón muestra que las cosas son complejas, y en ocasiones se busca un pensamiento simple y único. Por lo que el disenso está prohibido. La radicalidad evangélica supera a la razón, y así, lo razonable aparece como signo de mediocridad. Seguir a Jesucristo es irracional y, por tanto, el buen fiel debe aparcar su espíritu crítico.

Recuerdo una ocasión en la que me dijeron que el mal se había apoderado de mí porque había ido a una manifestación a favor de los derechos de la mujer. «Eso es el mundo, la lujuria, la carne, estar ahí es el pecado», me dijeron, me criticaron públicamente delante de otros miembros de mi movimiento, y me prohibieron expresamente volver a manifestarme. De hecho, uno de los superiores se puso como ejemplo y explicó delante de un nutrido grupo de personas que él vivía en el infierno antes de haber encontrado a Dios específicamente en este movimiento y que el mal, en su vida, había estado representado por su obsesión por la reivindicación social y la lucha de clases. Y, por tanto, yo había sido seducida por dicho mal. Tuve que decir que jamás volvería a ir a manifestarme por mis derechos. Y durante un tiempo lo he hecho, en contra de mi voluntad y de mi deseo de aportar un granito de arena a la formación de una opinión pública en la que los ciudadanos seamos parte de las decisiones que conforman dicha sociedad.

Es difícil para mí ser la nota discordante constantemente. Tener la lupa encima, saber que estoy luchando contracorriente y que a nadie le importa si un día desaparezco de ahí. Una molestia menos. Los cristianos no somos fotocopias; el sentido crítico, las vidas no perfectas, los anhelos de construir más allá de los muros de nuestras parroquias, no nos deberían condenar a morir en la hoguera por sacrílegos. Al revés. Es un don la libertad.

Queridos pastores de mi rebaño, la Iglesia: me presento. Soy una oveja asustada, he sufrido el mordisco de algunas ovejas que están en el rebaño y que creo que son lobos disfrazados. Yo sé que no es agradable acercarse a testimonios de abuso de poder y conciencia en la Iglesia, pero desearía que esa dificultad no tenga que ver con la protección de estos ejemplares esteparios, que, aunque son escasos, pueden arruinar rebaños enteros.

Este curso ha querido la providencia que entre en contacto con el Proyecto Repara. He acudido a ellos por la necesidad de ser escuchada. Aunque hayan pasado ya 20 años desde que yo sufrí los abusos mencionados, me he dado cuenta de que este era el momento de Dios para sacar de mí algunos jeroglíficos que he tardado en descifrar.

Cuando cumplí 9 años, mis padres me llevaron a las actividades juveniles de formación de un movimiento que aportó mucho a mi crecimiento humano y cristiano. Pero un día, cuando ya tenía 15, la responsable del grupo de consagradas parece que se dio cuenta de que yo era de las tímidas que no sabían decir que no; pensó que era muy manejable y empezó a liarme para sus objetivos. No los de Dios, porque los de Dios tienen el sello de la paz y la libertad de espíritu. A esa edad empecé a vivir en una de las casas de la institución, que no estaba en la provincia donde vive mi familia. El objetivo era desprenderse, expatriarse para vivir mejor las prácticas de piedad mientras continuaba los estudios. Estuve allí dos años y decidí volver a mi casa porque sentía mucha tristeza y aburrimiento. No se nos permitía ningún tipo de distracción y yo allí no conseguí tener amigas.

Con 20 años me fui un verano a Hispanoamérica de misiones. A eso sí me sentía llamada. Creo que viví la experiencia más feliz de mi vida, pero después «el lobo» vio que podía volver a liarme. Me propuso irme allí para ayudar en una fundación reciente y acepté por el ejemplo que vi en una de las misioneras.

Allí se me insistió en que yo tenía vocación, cosa que yo no veía por ningún lado. Pero te dicen: «Obedeciendo verás la luz». Y vas tú y obedeces. ¿Por qué…? Tras seis años se me coaccionó para hacer unos votos temporales, a pesar de que manifesté que no me daban paz. Según la superiora, «también santa Teresita había tenido muchas dudas».

Viví nueve años con ellas, aprendí mucho y vi mucha santidad, sí. Pero fui enfermando poco a poco, estaba esquelética y triste, hasta quedar hecha un trapo con una depresión mayor que me impedía trabajar y sonreír. ¿Cuál sería la causa? Yo empezaba a darme cuenta, por fin, de ella. Me insistieron en tomar medicaciones tras llevarme a un psiquiatra amigo de la superiora, al que curiosamente no podías contar nada de tu vida; solo responder sí o no a los síntomas que te iba citando, una experiencia robótica y heladora. Asesorada por un sacerdote al que escribía y con el que la superiora me decía que no se debía hablar —solo podías hablar con tu responsable—, dejé la institución para no morir en el intento y con una sensación de fracaso que aún me dura.

Este curso, hablando con otras compañeras que han vivido diferentes experiencias de abuso en esa institución, llego a la conclusión de que es verdad que Dios escribe derecho con renglones torcidos y todo contribuye al bien. La providencia nos cuida. Pero también es verdad que hay que desenmascarar a los lobos disfrazados de cordero para que no siga la utilización y el abuso de las personas para beneficio de una institución a la que se adora como si fuese el mismo Dios.

Soy religioso. Soy sacerdote. Soy víctima de abusos sexuales en mi juventud, en la etapa formativa. Soy víctima de abusos de autoridad cada vez que, a lo largo de los años, he intentado denunciar lo sucedido e iluminar el entramado de encubrimientos que ha rodeado esta historia. Y afirmo que más doloroso que el momento en que fui atacado por mi formador ha sido el silencio de mis superiores ante la denuncia repetida. Era un silencio que protegía al abusador; pero, sobre todo, a los que a lo largo de los años habían encubierto los hechos y habían dejado de lado a las víctimas, porque hubo otras víctimas, so capa de evitar el escándalo, que ha sido siempre el motivo aducido —«¿qué va a decir la gente si se sabe qué…?»­— para, en el fondo, protegerse los superiores a sí mismos y a sus antecesores en el cargo.

Quizá lo que más me ha costado en estos años ha sido poner nombre a lo sucedido. Mientras tanto, he vivido con un dolor innombrable, opaco, oscuro, que me revolvía por dentro pero que no sabía identificar. Quizá por esa razón mi relación con la institución ha sido compleja a lo largo de los años. Una relación hecha de amor y desamor. Y peor, por supuesto, la relación con la autoridad, con los superiores. Por una parte, estaba la obediencia y el deseo de servir en lo que me pidiesen. Por otra, el descontento, la sensación de que me estaban usando, olvidando el mínimo sentido de justicia.

El choque ha sido con el poder. Empezó con el formador, que usó su poder para intentar abusar de mí. Todavía me pregunto por qué en aquel momento conseguí negarme a sus pretensiones. No lo consiguió, pero logró romperme por dentro y hacer de ese tiempo tan importante en la vida de muchos religiosos y religiosas un agujero en mi memoria y un tiempo del que prefiero no acordarme.

Luego, a lo largo de los años, ha venido el choque con el otro poder: el de los superiores que pretendían que guardara silencio; que lo sucedido, con toda su gravedad, se quedase escondido bajo una capa de negación, de olvido. Era mejor no hablar de ello. Pero mientras tanto, el abusador seguía tan campante, de cargo en cargo, de capítulo en capítulo.

No saqué el tema una sola vez, sino varias. No pretendía castigo para nadie. Solo quería, y así lo expresé repetidamente, que la historia se pusiese en claro, que las personas implicadas reconociesen que habían hecho mal, que no habían hecho lo que tenían que hacer, que no se puede mantener simultáneamente un discurso en defensa de las víctimas, de la transparencia, de la justicia y, por otra parte, no hacer nada y mirar para otro lado porque no está bien molestar a los encubridores que, naturalmente, no son unos cualquieras sino personas que o están o han estado en cargos y responsabilidades importantes en la congregación o en la Iglesia. Como consecuencia, se me volvía a reducir al silencio. Mi voz era molesta. Hacerme caso, atender a mi grito por la justicia, solo llevaría —decían— a perjudicar a la institución. No decían que en realidad no se perjudicaba a la institución, que solo podría ganar en credibilidad haciendo justicia, sino a las personas que habían estado en aquellos cargos. Nunca conseguí nada. Ni siquiera cuando recurrí al general de la congregación. Nada.

Terminé cayendo yo mismo en un pozo profundo y oscuro. Repara me ayudó a salir y a darme cuenta de que no era problema mío sino de ellos. Hoy vivo con más paz. Sigo siendo religioso, sacerdote y víctima. Pero levanto la cabeza con orgullo y sigo creyendo en el Reino y la justicia. A pesar de lo vivido. A pesar de los pesares.

Soy sacerdote. Tengo que confesar que, durante años, también yo pensaba y defendía que el asunto de los abusos en la Iglesia era una manera más de atacarla. Que otros lo habían hecho peor, que se exageraban los números, que no era para tanto… Pero un día, una joven me pidió hablar en el despacho de mi parroquia. La llamaremos Ana. Con enorme dificultad y patente dolor, empezó a contarme su situación. Quedé profundamente impresionado y me ofrecí a acompañarla espiritualmente, trabajando en equipo con su psicóloga. Al cabo de varios meses de sesiones semanales, conseguimos que reconociera todos los síntomas que vivía: depresión (su voluntad estaba anulada), trastornos alimentarios (no podía comer con normalidad), insomnio (casi no dormía), problemas de concentración (no podía estudiar), disociación crónica (su mente se desconectaba de la realidad para no sufrir), autolesiones (se hería para calmar la angustia), intentos de suicidio, dificultades para relacionarse (le costaba mantener amistades) y una profunda desconfianza en sí misma.

Mientras tratábamos de recomponer el puzle de su estado, nos preguntábamos por las causas, que Ana situaba en el tiempo en que probó su vocación en una comunidad religiosa de excelente reputación. No me cuadraba: ¿cómo una comunidad tan espiritual podía dejar a una joven literalmente devastada? «Será algo personal de ella», pensé. Pero, al poco tiempo, otros llegaron con cuadros similares. Y, no mucho después, un amigo me recomendó el libro de Dysmas de Lassus Riesgos y derivas de la vida religiosa. Lo que leí sobre comunidades en Francia me pareció increíblemente cercano a lo que estas personas describían.

Tendrían que haber escuchado a Ana. O a sus padres, que relataban, impotentes y airados, un sufrimiento tan insoportable como incomprendido. «¿Pero habéis hablado con sus superioras?», les pregunté. «Muchas veces. Pero la única respuesta ha sido minimizar el estado de nuestra hija, destrozada con apenas 20 años». Una hija que, además de brillante académicamente, había tenido desde niña el deseo de entregarse solo a Dios.

Abuso. Abuso en la Iglesia y, concretamente, en la vida consagrada. Eso es lo que había quebrado la vida de esta joven. Y no fueron abusos sexuales, los más conocidos; fueron abusos de poder y de conciencia cometidos en un grupo religioso al que ella se entregó confiando en que la acercaría a Dios. Y no solo por las superioras, sino por muchos miembros que, acostumbrados a respirar un aire tóxico, de víctimas se habían vuelto verdugos. Al tratarse de un entorno religioso, a los síntomas de Ana se añadían otros propios del abuso espiritual: dificultad para confiar en la autoridad, en la Iglesia y, en último término, en Dios.

No soy experto ni me corresponde arreglar un problema que se me escapa, ni meterme en el campo psicológico o psiquiátrico. Pero sí quiero alzar la voz para testimoniar que fue el dolor de estas personas el que curó la ceguera que yo, voluntariamente, había decidido mantener ante el problema de los abusos en la Iglesia. Repito: «En la Iglesia», porque creo firmemente que la Iglesia es santa y no comete abusos. Somos nosotros, sus hijos, quienes pecamos o dejamos de buscar la justicia y sanación para nuestros hermanos destrozados. Esto lo hacía yo bajo capa, paradójicamente, de amor a la Iglesia. Cuando nos dejamos curar esa ceguera, damos el primer paso para entender mejor los abusos y sus consecuencias: un problema extendido a toda la sociedad pero que, sufrido en la Iglesia, produce un daño especial, el espiritual. Esto nos impulsa a formarnos para acompañar a las víctimas, que son muchas, y a colaborar en poner los medios preventivos necesarios.

Hoy, estoy convencido de que las víctimas de cualquier tipo de abuso merecen escucha, acompañamiento y justicia. Habrá quienes las utilicen como arma arrojadiza contra la Iglesia, sí. Pero ojalá los cristianos nunca lo hagamos; ni mucho menos las ignoremos por un supuesto amor a la Iglesia. Porque, en este asunto, amar a la Iglesia es poner a las víctimas en el centro —como haría Jesús—, acompañarlas y hacer todo lo posible para que no haya ni una más.

«No os dejéis engañar con que la vida es poco». Hubiera agradecido tener estos versos de Bertolt Brecht más presentes. Tal vez la prisa o el afán de transitar algún lugar insólito me llevaron a vivir sin valorar las consecuencias de las pequeñas decisiones que tomamos a diario. Quise rellenar mi rutina de experiencias sin saber que, en realidad, vaciaba mi mente de la imagen de mí misma que evitaba confrontar, huía de mi verdad. Sentirnos frágiles, saber la herida, es indispensable para vivir conscientemente y madurar.

Yo pasaba por el mundo arrasada por la soledad y en esa sensación de vacuidad dejé entrar, con la ciega sencillez del que confía, el mal en mi vida. Soy una mujer joven que se reconcilió con su fe hace unos años, al dar por fin con una parroquia en la que aprender a orar y a hacer camino. No había descubierto aún los velos que esconden el abuso y opacan su propósito cruel. Obvié lo inadecuado de recibir, de madrugada, mensajes sobre la mística del cuerpo por parte de un sacerdote de aquella comunidad. Tampoco quise ver lo extraño de una invitación a la ópera que pronto delató sus intenciones cuando, al apagarse la luz del palco, rompió toda distancia corporal. Recuerdo con angustia aquella escena y cómo, con su red sutil, tejida con palabras dulces y ensoñaciones literarias, el cazador pervirtió mi libertad. Desoí sus idas y venidas, su brusquedad, sus argumentaciones retorcidas, incongruentes, repletas de vanidad y carentes de empatía: una ley propia al margen de sus votos y de su vida comunitaria que se cuidaba de practicar lejos de quien pudiera detectar la oscura dimensión de su apariencia real. Decía ser un mendigo de cariño, confesó mantener relaciones con otras mujeres y encontró la forma de convencerme de que aquel vínculo era distinto y especial. Se infiltró en mi día a día, en mi casa, entre mis sábanas, y aprovechó aquella intimidad para dañarme deliberadamente, vejándome como mujer y violando todos los límites de la confianza que le había regalado. Quiso ahogar mi integridad y dominar mis emociones, quizás para sentirse dueño de algo, imponiendo un mecanismo de control con que compensar la pobreza de su propia condición. Uso el presente de indicativo para hablar del abusador: su forma de vivir, por más que él lo repita, no viene de Dios, y el daño que infringe, racional y razonado, no se justifica con ningún trauma anterior.

Relaté mi historia a un hombre sabio y gracias a su auxilio comprendí que había sido invadida y vagaba desnortada. Me brindó su ayuda y encontré en Repara un espacio en el que reconstruir mi dignidad. Allí he sido escuchada y entendida, sostenida de la manera más coherente y honda que pudiera imaginar. Este acompañamiento reavivó mi carácter e instauró en mí la necesidad de confiar en la justicia. Tardé casi dos años en denunciar lo sucedido y recibí una respuesta repleta de buenos propósitos que poco tenían que ver con mi idea de reparación, con mi anhelo de ver cómo los ecos de lo acontecido permeaban en la sensibilidad de una Iglesia herida y desmembrada. Hoy observo cómo la esperanza se abre paso a pesar de nosotros y, poco a poco, parece rasgar nuestro corazón la obligación de descorrer el velo del abuso, de luchar contra lo vago perdiendo el miedo a señalar este cáncer silencioso que es incluso capaz de convertir a la víctima en verdugo. Desvelar esta embarazosa verdad me ha devuelto la salud, velar mis heridas me ayuda a cimentar mi paz. El poema de Brecht acaba así: «El lodo, a los podridos. La vida es lo más grande: perderla es perder todo».

Una persona atendida por el Proyecto Repara, de la archidiócesis de Madrid, abusada por un sacerdote en un contexto de acompañamiento, cuenta su despertar

¿En qué momento de su proceso de sanación se encuentra?
Tras los seis años que han pasado desde que inicié mi proceso de sanación, puedo decir que me encuentro en un momento en que, a pesar de intuir algunas de las dimensiones en las que aún me queda profundizar, me siento orgullosa de todos los pasos que he ido dando. Después de casi dos años, el proceso jurídico todavía sigue abierto y, ciertamente, siento que necesito que llegue a una resolución para poder cerrar y seguir viviendo. Por mi parte, tengo la serenidad de saber que he hecho y sigo haciendo todo lo que está en mi mano por dar visibilidad a esta realidad tan dolorosa de los abusos, impulsada por el deseo de que nadie más tenga que sufrirlos.

¿En qué momento fue usted consciente de que era víctima de abuso?
Mi fase del despertar, como yo la llamo, tuvo lugar nueve años después de que se iniciara la situación de abuso que viví. Al escuchar el testimonio de una exgimnasta hablando de los abusos que sufrió por parte de su exentrenador, rompí en un llanto descontrolado y comencé a plantearme si a mí me había pasado algo parecido. También me ayudó el encontrar una página web que hablaba sobre los abusos: qué son, quién es el agresor, quién es la víctima… Todo aquello me impactó fuertemente, no podía comer ni dormir. La situación de abuso me rebasó de tal forma que había quedado como encapsulada y este fue el momento en que la capa protectora, de negación, empezó a derretirse.

¿Se ha sentido revictimizada en alguna ocasión y por qué?
La primera búsqueda de ayuda fracasó y tuve que esperar cuatro años más para comenzar mi proceso de sanación. Este fue el primer momento en que sufrí una revictimización, aunque tampoco fui consciente de ella hasta unos años después. La primera persona a la que me abrí fue a una hermana de mi congregación, a quien intenté expresar pinceladas de lo que estaba empezando a salir en mi fase de despertar. Llegó a intuir que me encontraba en una situación delicada y que necesitaba ayuda. Acordamos que era esto lo que le iba a transmitir a la superiora general. Finalmente, cuando la superiora general pasó la visita canónica a nuestra comunidad, me dijo que la hermana se lo había contado todo, que no pasaba nada pero que lo llevara a confesión. A partir de entonces surgió en mí el sentimiento de culpa y de vergüenza. Fruto de la añadida revictimización de no ser creída y apoyada por mis hermanas, padecí un sufrimiento de cuatro terribles años más de soledad y angustia, desangrándome con las consecuencias del trauma.

¿Cómo fue el paso de poner nombre a lo que estaba sucediendo?
Poner nombre a lo que me había sucedido fue muy difícil y muy doloroso. Pasé de verlo todo blanco a todo negro y era tal el vértigo por el abismo que se abría ante mí, que prefería verlo gris y lo más clarito posible. Era una realidad que me desbordaba y que no podía asimilar. Me costó incluso llamar por su nombre a la persona de quien había sufrido el abuso. El paso de intuir el abuso a poder confirmarlo con datos objetivos, aunque doloroso el reconocerme como víctima, fue importante para reconducir el sentimiento de culpa. Conocer a otra víctima del mismo agresor fue una confirmación de los hechos y un gran apoyo en el proceso.

¿Se ha sentido y se siente acompañada por la Iglesia?
En un principio me sentí profundamente sola, incomprendida, sin apoyos, sin ayudas, herida, revictimizada… hasta mi relación con Dios se vio afectada. A día de hoy, puedo darle gracias por la mediación de su cuidado, encarnado en las personas que me acompañan y en las que puedo confiar: personas especiales para mí, mis terapeutas, algunas hermanas… Gracias por iniciativas de la Iglesia como Repara.

¿Cuál ha sido el papel de Repara en su camino?
El papel de Repara en mi camino ha sido vital. En Repara he encontrado personas que me acogieron, me escucharon, me creyeron y me siguen acompañando. Conocí Repara unos tres años después de iniciar mi proceso de sanación y fue mi plataforma para poder dar el salto de materializar mi denuncia. Me ayudaron no solo a redactarla sino que me siguen sosteniendo en el proceso, me invitan a participar en dinámicas sanadoras y cuentan conmigo en distintas iniciativas para dar visibilidad y sensibilizar ante esta realidad de los abusos.

El abuso de conciencia y de poder están en la antesala del abuso sexual, cómo podemos detectar que estamos siendo víctimas de este abuso?
En mi caso, la situación de abuso se dio por parte de un sacerdote en un contexto de acompañamiento. Claramente él tenía una posición de poder y autoridad dentro de una relación asimétrica. También hay que tener en cuenta que en un acompañamiento se revelan aspectos delicados e íntimos de la persona. Hasta aquí todo entra dentro de la normalidad; el problema es cómo se ejerce esa situación de poder y cómo se usan esos datos personales: si es para el bien de la persona acompañada o para la satisfacción de los propios instintos y necesidades de quien acompaña, saltándose todo límite. Creo que, normalmente, las dinámicas de abuso tienen muchos elementos en común: el agresor aparece como una persona encantadora, entregada al servicio de los demás; utiliza artimañas para ganarse la confianza de la víctima; procura mantener a la víctima aislada, presentándose él mismo como la única persona que puede ayudarla; confunde, engaña, haciendo creer que todo es un bien para la víctima, llegando incluso a crear una relación de dependencia y/o a interpretar las Sagradas Escrituras para justificar su propio modo de proceder.

Personalmente, me fue imposible darme cuenta de lo que me estaba pasando y, por tanto, fui incapaz de reaccionar a tiempo. A modo de disociación, creé como un mundo paralelo en el que iba colocando todo aquello que me desbordaba y no podía comprender.

¿Qué diría a otras personas para que puedan reconocer su situación si se encuentran en una similar?Algunos de los elementos que me parecen de vital importancia son la dignidad de la persona y los límites de relación, aquellos que nadie puede saltarse bajo ningún concepto. En una relación de acompañamiento, por ejemplo, queda terminantemente excluido ya sea aprovecharse de la confianza y de los datos íntimos revelados por la persona acompañada, como introducir cualquier acto que atente contra su integridad, en cualquiera de sus dimensiones: física, psicológica, espiritual, sexual…

También me parece muy importante poder contar con personas de confianza con quienes confrontar todo aquello que nos impacte, nos interpele o nos resulte extraño de nuestra relación con otras personas. Cualquier argumento que pretenda aislar, del tipo «los demás son manipuladores y solo yo puedo ayudarte», «esto queda entre tú y yo, los demás no pueden entenderlo», etc. nos ha de hacer sonar las alarmas.

¿En ocasiones hay una distorsión a la hora de entender la obediencia en la Iglesia?
Ciertamente, y por lo que vemos en la práctica, hay una distorsión a la hora de entender las relaciones de autoridad y obediencia en la Iglesia, en la medida en que las mediaciones se desconectan de la única autoridad suprema y legítima que es Dios y la única que merece nuestra obediencia. Creo que también nos ha hecho mucho daño una mentalidad en la que nos han formado, en la que tanto la jerarquía de la Iglesia como los superiores en nuestras congregaciones religiosas serían como «Dios en la tierra», con unos superpoderes por los que no pudieran equivocarse, todo les estuviera permitido y cualquier mandato suyo fuera Palabra de Dios. En mi caso, aunque me creía inocente, me sentía culpable de todo y de nada y, por cumplir el mandato de la superiora, tardé dos años en llevarlo a la confesión;, paradójicamente, fue entonces la primera vez que escuché: «No eres culpable».

 

Publicado en alfayomega.es.
Cristina Sánchez Aguilar