No hay disenso
Pertenezco a un movimiento eclesial en el que cualquier cuestionamiento a lo expuesto es visto como una infidelidad o una falta de generosidad hacia el grupo y hacia Dios. Quizá incluso en ese orden. Cuando leí un artículo de la teóloga Ianire Angulo en el que delimitaba las red flags de los abusos de poder y de conciencia y decía que debemos «alzar la voz de alarma cuando cualquier tipo de postura diversa a la de quien ostenta el poder es catalogada, sin más, como una rebelión», me saltaron las alarmas. Porque es cierto que he vivido —y todavía sigo viviendo— mi fe en un contexto en el que no hay espacio para el discernimiento conjunto, la duda, el diálogo o las opiniones contrarias. «Tu problema es tu razón. Abandona la razón. Pasarlo todo por el tamiz de la racionalidad lo único que demuestra es que tu yo y tu prepotencia están por encima de Dios. No estás en la Verdad».
Así me respondía una de las personas laicas que están por encima de mí en la jerarquía del movimiento tras hacer una pregunta sobre el motivo de una decisión concreta. El delito, «hacer demasiadas preguntas siempre, interesada en los porqués de las decisiones». Yo no entendía por qué tenía que leer determinados libros y no otros; o por qué elegían unas lecturas de la Biblia como modelos de conducta y no otros; o por qué había que dedicar un día entero a la última ocurrencia del superior sin entender realmente el criterio o el objetivo de dicha ocurrencia. Yo molesto porque hago pensar a otros. Porque levanto sospechas de rebelión. Porque aconsejo a mis compañeros a que, en ocasiones, se puedan poner en duda las decisiones. Así que me han invitado a irme varias veces, y lo haré más pronto que tarde. Pero hay una parte de arraigo, de culpa, de frustración, que me impide tomar la decisión. También soy un mal ejemplo de cristiana, porque estoy separada de mi marido y no me comporto como Penélope, esperando en la estación a que él vuelva a buscarme, que es lo que me dijeron que hiciera. Que le deje el plato de la cena preparado cada día, aunque él me maltrate psicológicamente a diario y viva con su amante.
He ido poco a poco, con ayuda, entendiendo que hay ocasiones en las que se descalifica la razón, porque actúa como contrapeso del poder del líder. La razón muestra que las cosas son complejas, y en ocasiones se busca un pensamiento simple y único. Por lo que el disenso está prohibido. La radicalidad evangélica supera a la razón, y así, lo razonable aparece como signo de mediocridad. Seguir a Jesucristo es irracional y, por tanto, el buen fiel debe aparcar su espíritu crítico.
Recuerdo una ocasión en la que me dijeron que el mal se había apoderado de mí porque había ido a una manifestación a favor de los derechos de la mujer. «Eso es el mundo, la lujuria, la carne, estar ahí es el pecado», me dijeron, me criticaron públicamente delante de otros miembros de mi movimiento, y me prohibieron expresamente volver a manifestarme. De hecho, uno de los superiores se puso como ejemplo y explicó delante de un nutrido grupo de personas que él vivía en el infierno antes de haber encontrado a Dios específicamente en este movimiento y que el mal, en su vida, había estado representado por su obsesión por la reivindicación social y la lucha de clases. Y, por tanto, yo había sido seducida por dicho mal. Tuve que decir que jamás volvería a ir a manifestarme por mis derechos. Y durante un tiempo lo he hecho, en contra de mi voluntad y de mi deseo de aportar un granito de arena a la formación de una opinión pública en la que los ciudadanos seamos parte de las decisiones que conforman dicha sociedad.
Es difícil para mí ser la nota discordante constantemente. Tener la lupa encima, saber que estoy luchando contracorriente y que a nadie le importa si un día desaparezco de ahí. Una molestia menos. Los cristianos no somos fotocopias; el sentido crítico, las vidas no perfectas, los anhelos de construir más allá de los muros de nuestras parroquias, no nos deberían condenar a morir en la hoguera por sacrílegos. Al revés. Es un don la libertad.







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