El Proyecto Repara, el proyecto de la archidiócesis de Madrid para la atención a víctimas y la prevención de abusos sexuales, espirituales y de conciencia en su entorno eclesial, recibió ayer el Premio Carisma de Entornos Seguros otorgado por la CONFER. Su coordinadora, Lidia Troya, recogió el galardón con unas palabras que se convirtieron en una llamada a la reflexión y a la conversión eclesial.

«Recibir este Premio Carisma es un gesto muy bonito para todo el equipo de Repara, gracias por ello», comenzó. Pero enseguida matizó que, en el contexto de la realidad que atienden, «más que una celebración» el premio es «una invitación» a mirar de frente el sufrimiento que los abusos han provocado. «Llevamos casi seis años asomándonos a la terrible realidad de los abusos y de las devastadoras heridas que provocan», recordó.

Troya lamentó que, para muchas víctimas, la fe se haya convertido en un lugar de dolor: «La fe las ha arrojado al mismo infierno, pero no al de allí, sino al de aquí». Reveló también que «hay personas supervivientes que no tienen vida, solo tienen síntomas», una muestra de la profundidad del daño que acompaña a quienes han sufrido estas experiencias.

La coordinadora de Repara reconoció que «hablar de abusos es denso e incómodo» y que incluso a veces genera rechazo: «En ocasiones, al dar conferencias, me dicen: “Qué desagradable es usted”». Sin embargo, insistió en la necesidad de no apartar la vista: «Sabemos que la inmensa mayoría de las personas en la Iglesia ejercen su tarea con una generosidad y honestidad inmensas y aquí todos los premiados dan prueba de esto. Pero también tenemos en nuestra casa una realidad de abusos —no solo sexuales, sino de autoridad, de conciencia, espirituales, de poder— que está empañando el rostro cuidador de la Iglesia, el rostro amoroso de Dios y la credibilidad del Evangelio».

Troya subrayó que la sanación de las víctimas exige un acompañamiento «profesional, integral, dotado de recursos económicos», pero también una verdadera conversión institucional: «La culpa es del agresor, pero la responsabilidad es de un sistema del que todos formamos parte, un sistema que posibilita el abuso». Recordó, además, un dato estremecedor: «El 70 % de las víctimas menores abusadas se lo contó a alguien y no pasó nada».

Por eso, pidió que este premio sea un estímulo para seguir avanzando hacia «una cultura real del cuidado mutuo y del respeto». Y concluyó con una llamada a la Iglesia entera: «Una Iglesia que escucha se convierte; una Iglesia que se forma y que cuestiona sus liderazgos se transforma; una Iglesia que acompaña a sus víctimas se vuelve creíble».

Jordi Bertomeu, oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y enviado personal del Santo Padre en Misiones Especiales, como la de disolver el Sodalicio de Vida Cristiana o investigar los casos de abusos sexuales a menores en Chile, participará el próximo lunes, 24 de noviembre, en las II Jornadas Pro+Tejiendo, organizadas por la Cátedra Extraordinaria Pro+Tejer en la Universidad Complutense de Madrid. El tema principal a analizar será si es posible una obediencia sana.

—La obediencia provoca hoy perplejidad: ¿por qué cree que este concepto, central en la tradición cristiana, se ha vuelto tan problemático en el imaginario contemporáneo?
—Creo que en el origen etimológico de la palabra ya está señalada esta dificultad. En latín significa escuchar (audirehacia (ob). Es decir, prestar oído, escuchar con atención, ponerse en tensión como adulto que eres para acoger al otro, pues la relación nos constituye. Sin embargo, derivó a someterse a una autoridad.

Por tanto, lo que era una actitud teologal vinculada a la libertad interior, al amor e incluso la confianza en Dios, terminó reducida a un mero cumplir órdenes acríticamente. Fíjese cómo la escucha orante representada en los primeros siglos con la persona con las manos abiertas y dirigidas a lo alto, a partir de la edad media y por influencia de un rito feudal, la misma actitud orante se representó como acto de vasallaje en el que el súbdito con las manos juntas y pegadas se ponía de rodillas al servicio de su amo.

También nosotros oramos con las manos juntas, pero sabiendo que nos sometemos al único Señor de nuestras vidas, tomándolo como modelo de obediencia. En aquel momento somos amor que se abandona. Al orar descubrimos que la unión con Cristo nunca es servilismo, sino libertad interior para elegir lo que más agrada a Dios: al orar, descubrimos que Dios quiere nuestra felicidad.

—¿Qué errores comunes encuentra en la comprensión de la obediencia dentro de ámbitos eclesiales?
—En las últimas décadas hay una fuerte tendencia en nuestra Iglesia, a veces tan polarizada y hasta sectarizada en tribus mediáticas, a llevar la discusión moral al campo de la ideología y no al de la teología. Hablar a favor de la obediencia sería propio de los tradicionalistas, y hablar del diálogo y discernimiento sería propio de los progresistas.

La obediencia cristiana sufre esta manipulación interesada por parte de algunos. En la verdadera tradición, la obediencia es una escucha que te lleva al discernimiento. Sin él actuamos mecánicamente, sin amor, como robots. De ahí el peligro tan real hoy de proponer la frase «quien obedece no se equivoca», en sí equívoca, fuera de un adecuado contexto teológico. Las experiencias históricas negativas así lo confirman.

Plantear mal la obediencia es en sí un abuso. Quizás el primero. La obediencia nunca es obedecer ciegamente a cualquier autoridad humana que te garantiza que todo es bueno. El superior no puede dar órdenes injustas, abusivas, contrarias al Evangelio: no puede incitarte a pecar y, por supuesto, ningún fin lo justifica. Además, debe buscar siempre tu bien y, por tanto, debe ser consciente de que el que obedece puede cometer errores prácticos. Como Moisés en el Sinaí, el superior se descalza y procede con el máximo respeto porque, ante ti, pisa tierra sagrada. Otro peligro es camuflar el capricho inmaduro como obediencia selectiva, cuando no simple y pura desobediencia.

Rectamente interpretada, en cambio, «quien obedece no se equivoca» conduce a un sano realismo en las relaciones jerárquicas, pues el que obedece sabe que el superior puede equivocarse humanamente, pero ante Dios no se pierde mérito. Un acto hecho con humildad y amor, aunque luego lo percibamos como equivocado, encuentra su lugar en el corazón de Dios.

—¿Es posible el seguimiento saludable?,¿hay una obediencia sana? Si es así, ¿cómo se conjugan con un crecimiento personal y comunitario, con la expresión libre de uno mismo?
—La propuesta cristiana de una obediencia sana para ser libres, en una sociedad tan abusiva e invasiva como la nuestra, es más necesaria que nunca. Es un camino de crecimiento interior que podemos ofrecer a un mundo al que se le engaña con la libertad desvinculada y la exaltación del individualismo. De ahogarnos en el autoritarismo del pasado, del respeto logrado a través del miedo, hemos pasado en una generación a la sospecha hacia toda autoridad o institución, pues censurarían mi libertad.

La verdadera obediencia nace de la necesidad de acoger la voz de Dios en sus mediaciones humanas. Dios nos habla y nos trata como hijos dotados de inteligencia y voluntad. Por ello, la obediencia no se impone por miedo, sino que se acoge responsable y libremente. No es invasiva de la conciencia, sino que trata al otro como adulto, lo respeta y hasta le sirve: uno al otro, mutuamente, tanto el que manda como el que obedece.

El buen superior, porque se sabe ministro o servidor, es consciente de lo delicado de su misión y provoca siempre el diálogo y el discernimiento. Nunca prohíbe preguntar ni genera dependencia o culpa. Comprende y se mete en la piel del otro. Y, por supuesto, nunca justifica el abuso, sino que se pone del lado de la víctima, es decir, de Cristo.

—¿Cuáles serían, en su opinión, los criterios fundamentales que permiten distinguir una obediencia sana de una obediencia tóxica?
—La obediencia sana siempre hace crecer a las personas. Siempre humaniza. Nos hace más libres, más auténticos, más capaces de amar. Lo ves cuando visitas una comunidad religiosa. Más aún si es de clausura. Notas enseguida cuando allí las personas han esponjado su corazón en los consejos evangélicos, entre ellos la obediencia o les ha sido encogido o cercenado. Cuando hay madurez o infantilismo. Cuando hay rostros iluminados que contemplan o rostros apagados en una tristeza infinita que sobrecoge.

Por ello, el primer criterio, la piedra clave, es la propuesta y vivencia que allí se hace de Dios. Aquí se abre todo un camino que debemos tener el coraje de transitar ante tanto arqueologismo teológico, reduccionismo litúrgico, rigorismo moral y formalismo jurídico. El segundo criterio sería la importancia dada al discernimiento. Otro criterio es si la autoridad se usa para controlar o, en cambio, para empoderar y hacer crecer a las personas. También si genera espacios de diálogo y el clima adecuado para preguntar, expresar dudas o comprender el sentido de lo pedido.

Finalmente, la obediencia sana necesita un tú que orienta, no que censura. Es obedecer a alguien del que me fío porque demuestra que me quiere, que discierne conmigo, que me conoce y me acompaña cuando más lo necesito. El verdadero superior me ayuda a superar aquella autosuficiencia que me confunde y me lleva a la soledad más opresiva.

—La jornada habla de la «paradójica relación entre dependencia y libertad». ¿Cómo se puede articular una obediencia que favorezca la libertad interior en vez de sofocarla?
—Aquí entra en juego un equilibrio muy delicado. Como canonista, valoro la forma jurídica puesto que ayuda a buscar el bien de todos. El derecho es siempre la razón dirigida al bien común. Pero no funciona si se aleja del sentido evangélico que Dios le ha dado, pues la justicia es una buena noticia.

La obediencia es en sí Evangelio, porque el que ejerce la autoridad hace crecer al otro incluso renunciando a sí mismo. Allí es un verdadero ministro o servidor y, por ello, se une al Crucificado, al Todopoderoso que se ha encarnado para decirnos que el verdadero poder es la entrega por amor. Por ello, el superior es un servidor del otro y, si es preciso, le da la vida. Se abaja y renuncia a sus privilegios. Como buen pastor, huele a oveja.

Solo así se puede descubrir el primado de la conciencia en las relaciones eclesiales: lo primero y más radical es obedecer al Señor. Ninguna autoridad humana puede obligar a ir contra la conciencia.

—¿Cómo influyen las estructuras institucionales de la Iglesia en la configuración de una obediencia vivida sanamente?
—En estos años he percibido que la Iglesia puede ser un espacio de relaciones tóxicas, pero también de diálogo y consulta. Puede incluso ser madre y maestra en medio de sociedades y estructuras abusivas. ¿Usted conoce algún organismo internacional como la ONU o el Foro económico de Davos que siente en una misma mesa, con derecho a voto, desde el más importante hasta el que tiene menor responsabilidad? Nosotros lo hemos visto en el Sínodo de la Sinodalidad, estructurado desde la escucha mutua y el discernimiento orante. El estilo sinodal como nueva estructura relacional, siguiendo la intuición de Francisco, está siendo una experiencia eclesial impresionante para aquellos que la acogen.

Las estructuras eclesiales son creíbles cuando enfatizan la corresponsabilidad y la participación de todos los fieles, pues éstos comparten la misma vida divina por el bautismo. Por otra parte, cuentan con los mecanismos adecuados para equilibrar y hasta limitar jurídicamente el poder jerárquico con procedimientos que el obispo o superior religioso no puede obviar sin ser negligente o incluso delinquir. No es posible exigir una auténtica obediencia sin ofrecer medios factibles de recurso contra una eventual injusticia.

Además, las estructuras institucionales de la Iglesia, incluso las aparentemente más eficientes y más vistosas, son inútiles si no están animadas por una sana espiritualidad. Son piedra de tropiezo. Escandalizan. Tras visitar muchos seminarios y noviciados de Sudamérica, el gran reto que he percibido es lograr centros de formación donde se eduquen líderes maduros, responsables, libres, críticos pero, sobre todo, hombres y mujeres de fe.

—Las mediaciones carismáticas a veces se convierten en «mediaciones privilegiadas». ¿Cómo evitar que un fundador o líder comunitario monopolice la voluntad de Dios para la comunidad? También es común que estas concesiones se conviertan en abusos de autoridad, sobre todo en personas con escasa o nula formación y seguimiento.
—Nadie es dueño de la voluntad de Dios. Nadie. Ni un superior o director espiritual. Incluso el fundador que ha recibido un don carismático, pues no es para él sino para la Iglesia: nunca dice «esto es la voluntad de Dios porque yo lo digo» sino «discernamos juntos lo que Dios quiere de nosotros». Lo vi claro en mi última misión especial como enviado personal del Santo Padre al Sodalicio. Esta sociedad de vida apostólica nacida en Perú a partir de un falso carisma original, había derivado en el control sectario de sus miembros. Como usted dice, a causa de una escasa o nula formación teológica en sus dirigentes y de una negligente falta de seguimiento por parte de la jerarquía eclesial. En julio de 2023 llegamos tarde y esto es lo que más me duele, pues la primera denuncia era del 2000.

Para evitar un uso tóxico del poder que Dios ha dado al superior es necesario que este entienda que el Espíritu es polifónico, pues siempre habla por una pluralidad de voces armónicas. Nunca se deja monopolizar por nadie. Para evitarlo, está la obediencia a los procedimientos canónicos, la promoción de los consejos y de los órganos de deliberación, los límites disciplinares y la rotación de cargos, además de la supervisión ejercida con rigor y seriedad.

Junto a la transparencia en todas las decisiones y el conocimiento generalizado de los límites del que gobierna, es necesario formar a los miembros con claridad doctrinal. Y todo ello se queda en nada sin mecanismos reales de corrección interior: hay que poder cuestionar toda decisión; hay que poder expresar el desacuerdo; hay que tener canales de denuncia; hay que acompañar psicológica y espiritualmente al que sufra un abuso de poder.

—Desde la Sección Disciplinar, ¿qué casos relacionados con la obediencia suelen aparecer y qué patrones se repiten?
—En estos años he llegado a la conclusión de que todo abuso de poder o de autoridad en la Iglesia lo es también espiritual y de conciencia. El abusador monopoliza la voluntad de Dios y logra, con engaño, imponerla al súbdito, neutralizándolo: por ello éste, en su vulnerabilidad, no es capaz de detectar la brecha entre el discurso de su agresor y la vida real que lleva.

El victimario suele ejercer la autoridad sin límites ni control: él ha pecado y hasta delinquido, pero sus superiores y la misma Iglesia también han fallado. Algunos hablan de «fallos sistémicos». El abusador confunde su carisma personal y su atractivo, que lo suele tener, con un carisma divino. En algunos de ellos detectas problemas de disociación moral. Por ello, con gran poder de convicción, parasitan a su víctima hasta la dependencia emocional y espiritual total.

El superior que abusa de su poder suele ser dueño del relato, como buen manipulador que es y, sobre todo, genera confusión en la víctima: es el gaslighting espiritual que invalida y anula. Bajo apariencia de virtud, el sentido común te dice que sus exigencias son desproporcionadas, arbitrarias, inhumanas. Aísla. Usa la culpa como instrumento para el control. Usa el castigo y hasta goza con él. Es incapaz de pedir perdón sinceramente y, porque en el fondo cree que nunca se equivoca, es incapaz de reconocer con sinceridad sus errores.

—¿Qué buenas prácticas preventivas pueden implementar las instituciones eclesiales para evitar dinámicas de abuso ligadas a la obediencia?
—Nuestra Iglesia tiene un problema grave de abusos porque, en primer lugar, no persigue con determinación al agresor. Diríamos que no hay voluntad política. El derecho penal, opuesto a la pastoral, parece excesivo y, de hecho, ni tan siquiera contamos con suficientes canonistas que lo sepan aplicar. Pero, sobre todo, no nos tomamos en serio la prevención. Muchos se instalan en la autocomplacencia y niegan la realidad del abuso eclesial. En consecuencia, nuestras estructuras eclesiales no siempre son sanas y seguras para los más vulnerables.

Haría falta reflexionar más sobre el ejercicio de la autoridad y cómo limitarlo mejor. Es un problema de metanoia, de inteligencia espiritual o Intus legere, de ver más allá de lo aparente con la mirada misericordiosa de dios. Debo confesar que, por esto mismo, me escandalizó la superficialidad con la que algunos se tomaron el proceso sinodal emprendido recientemente por Francisco y adoptado por León XIV.

Por otra parte, quizás nunca como hoy se ha confundido el fuero interno con el fuero externo. Es necesario educar en el discernimiento, en la libertad interior, en el pensamiento crítico y la responsabilidad personal. Hay que preparar a los futuros líderes eclesiales para identificar las obediencias sanas de las abusivas.

Sin una supervisión externa de nuestros obispos y superiores y sin su rendición de cuentas, los fieles más entregados en la iglesia continuarán inseguros. Falta mayor transparencia en la toma de decisiones y tomarnos en serio la comunicación. Al final, es una cuestión cultural, por la que entendemos la necesidad del diálogo y del respeto mutuos en tanto que hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre Dios.

—Finalmente, ¿Se podrá recuperar la obediencia como virtud en este contexto social y después de estar tan manoseada?
—Tras la crisis de los abusos que hemos sufrido en las tres últimas décadas en la iglesia, recuperar hoy la virtud de la obediencia es un proceso muy delicado pero necesario. Como hemos dicho, es una combinación de sanación, discernimiento y formación espiritual que puede ayudar a redescubrir la obediencia como virtud.

Creo que, en primer lugar, hemos de reconocer que ha habido y hay abusos en la iglesia y que es necesario sanar el daño. Con espíritu crítico y gran amor a la Iglesia, hay que estar dispuestos a limitar la autoridad jerárquica e insistirle que la obediencia es un camino que se practica de manera gradual y paciente. Se crece poco a poco en ella. No es fácil y no todos tienen el don espiritual y la preparación para mandar en la Iglesia.

Este proceso es, por tanto, espiritual. Buscamos discernir la voluntad de Dios hoy para tener mañana comunidades sanas donde ejercitar la disciplina y libertad interiores. Solo mirando a la cruz, podremos transformar el dolor que experimentamos ante el escándalo de los abusos en nueva sensibilidad hacia los otros desde el servicio. Redescubriremos así aquella obediencia sana que en lugar de aislar recompone las relaciones rotas.

El colombiano Luis Manuel Alí Herrera, de 58 años, es el número dos de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores y su miembro más veterano, ya que el Papa Francisco lo incluyó en su equipo nada más instituirla hace once años, en 2014. Además de obispo y sacerdote, es teólogo y psicólogo. La principal tarea de este departamento es diseñar protocolos de atención a víctimas y verificar si funcionan las políticas de prevención y detección de abusos en instituciones de la Iglesia. Uno de sus principales instrumentos es el Informe anual sobre las políticas y procedimientos de protección de la Iglesia, del que este jueves publican su segunda edición.

Descarga aquí la segunda edición del Informe anual sobre las políticas y procedimientos de protección de la Iglesia

—¿Qué balance puede hacer del segundo informe?
—Representa un hito importante en nuestra misión. Se basa en el informe piloto, ampliando su metodología, aumentando la transparencia y profundizando el compromiso con las víctimas / supervivientes. Incluye grupos focales de víctimas / supervivientes con unos 40 participantes de todas las regiones; un estudio exhaustivo sobre las reparaciones, que ha dado lugar a un vademécum operativo para orientar a las Iglesias locales; fuentes de datos ampliadas, que incluyen un conjunto de datos del Comité de los Derechos del Niño de la ONU, informes ad limina y cuestionarios de protección; un análisis detallado de las prácticas de protección en las órdenes religiosas y los movimientos laicos; y la participación en la Curia romana, concretamente con el Dicasterio para la Evangelización, con recomendaciones concretas para la reforma institucional. El informe no es solo una publicación, sino una herramienta para el cambio sistémico, basada en los principios de la conversión y justicia: verdad, justicia, reparaciones y reforma institucional.

—¿Cómo recibió el informe el Papa?
—Junto con nuestro nuevo presidente, Thibault Verny, se lo presentamos el 12 de septiembre y estuvimos casi una hora con él para explicar su contenido. La reunión puso de manifiesto su apoyo al mandato de la comisión y a su metodología en evolución. Esta relación es esencial para avanzar en la reforma de la protección en toda la Iglesia.

—¿Qué consecuencias tuvo el primer informe, publicado hace un año?
—Estableció un precedente para la presentación de informes anuales sobre protección en el Vaticano. Condujo a un mayor compromiso de las entidades eclesiásticas, que nos han respondido y solicitado aparecer en futuros informes. Por ejemplo, la Conferencia Episcopal Belga nos invitó a reunirnos para discutir las recomendaciones que les sugerimos en el primer informe. Allí pudimos encontrarnos con víctimas y charlar con el nuncio. También catalizó el desarrollo del Marco de Directrices Universales y la Iniciativa Memorare y puso las bases para una colaboración más profunda con dicasterios y organizaciones internacionales. El segundo informe se basa en esto y muestra una clara trayectoria de aprendizaje y crecimiento institucional.

—En el primero, ustedes propusieron al Dicasterio para la Doctrina de la Fe que nombrara un «procurador o defensor del pueblo» para que mantuviera informadas a las víctimas y agilizara trámites para sancionar a los culpables. ¿Es una figura plausible?
—Esta propuesta es plausible y es algo que la comisión sigue discutiendo tanto en los Dicasterios de la Curia romana como en las Iglesias locales. El acceso a la información y la representación adecuada de las víctimas / supervivientes sobre sus casos es de fundamental importancia como práctica de reparación integral. También es esencial que haya un «procurador» a nivel local para acompañar a la víctima / superviviente directamente y en el proceso, en colaboración con el «defensor del pueblo» en Roma. La clave es proporcionar un acompañamiento culturalmente sensible y altamente personalizado a cada víctima / superviviente individual.

Aunque la comisión no utiliza el término «defensor del pueblo», ha implementado mecanismos que cumplen funciones similares: su énfasis en la transparencia y la rendición de cuentas a través de su informe anual sirve como control sistémico de las prácticas de salvaguardia. Una vez más, el estudio de este año sobre reparaciones reveló que son elementos críticos de cualquier enfoque integral de las reparaciones. Estos mecanismos reflejan un enfoque de la rendición de cuentas institucional basado en el trauma y centrado en los supervivientes.

—El año pasado adelantaron que en el segundo informe incluirían análisis sobre instituciones de laicos. ¿Es así? ¿Qué otras sorpresas pueden esperarse?
—Sí. Incluye una evaluación detallada del Movimiento de los Focolares, en la que se examinan sus prácticas de protección, sus retos y sus recomendaciones. La comisión también está en diálogo con otras asociaciones de fieles de carácter pontificio para su futura inclusión en el informe del próximo año. Las asociaciones laicas son reconocidas por su potencial para liderar el cambio cultural, pero también se enfrentan a retos únicos en materia de rendición de cuentas debido a su naturaleza transnacional.

—¿Cómo es el proceso que siguen para estudiar cada país o institución?
—Primero se envían cuestionarios específicos a las entidades eclesiásticas analizadas. Las respuestas se incorporan a los informes de las visitas ad limina y a las actas de las reuniones con los líderes eclesiásticos. Los resultados se enriquecen con consultas a nuestros grupos regionales, que son nuestros «ojos y oídos» sobre el terreno en las Iglesias locales, y con nuestros grupos focales de víctimas/supervivientes. Después, cotejamos esta información con los datos del Comité de los Derechos del Niño de la ONU, informes de la sociedad civil y fuentes académicas. Otro factor importante es la aportación de las nunciaturas apostólicas, que dan información local. Este enfoque garantiza tanto las perspectivas internas de la Iglesia como la verificación externa, lo que mejora la credibilidad y la relevancia de las conclusiones.

—¿Cuántas personas han trabajado en el informe?
—Toda la Comisión, nuestros miembros y personal, está presente en cuatro regiones: África, Asia-Oceanía, América y Europa, y está formada por un equipo de más de 30 profesionales con gran experiencia. A ellos se suman aproximadamente 40 víctimas/supervivientes que participaron en los grupos focales. Además, socios externos contribuyeron a la recopilación de datos, el análisis y la redacción. La naturaleza colaborativa del informe refleja el compromiso de la comisión con la inclusividad y la transparencia.

—Cuando presentaron el primer informe, comentaron que muchas instituciones han solicitado ser «auditadas» por ustedes en futuros informes. ¿Sigue habiendo fila?
—Sí. La comisión sigue recibiendo solicitudes de entidades eclesiásticas para ser incluidas en futuros informes. Esto refleja la creciente confianza en el proceso de la comisión y el reconocimiento del valor de la revisión externa para reforzar los esfuerzos de protección.

—¿Cómo es la colaboración de los obispos españoles con la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores?
—La relación con la Conferencia Episcopal Española es positiva en lo que se refiere al intercambio de información y al generoso apoyo de la Iglesia española a nuestro fondo de solidaridad para las Iglesias que tienen dificultades para encontrar recursos para la protección.

—¿Existen ya datos suficientes para valorar si el fenómeno de los abusos en la Iglesia aumenta o desciende?
—La falta de datos sigue siendo un reto. La comisión está trabajando para subsanar estas carencias ampliando sus fuentes de datos con la colaboración con la ONU y la sociedad civil. También estamos fomentando una mayor participación en los cuestionarios de protección y la publicación de datos verificados de órdenes religiosas. Aunque se están observando tendencias, se necesitan datos más coherentes y completos para llegar a conclusiones definitivas. Sin embargo, recuerdo que este informe no presenta estadísticas sobre los casos de abusos denunciados.

—¿Ha cambiado su trabajo con la llegada del nuevo Papa?
—Lo que más ha cambiado es que tenemos un nuevo presidente, el obispo Thibault Verny que fue el primer nombramiento de León XIV, el 15 de julio. El compromiso del Papa León XIV con la comisión ha sido constante y alentador. Nos ha concedido ya cuatro audiencias. Es una señal de su compromiso, al igual que refleja un cambio hacia un enfoque más unificado de la protección la integración de la comisión en la Curia romana y su colaboración con los dicasterios.

La responsable del Proyecto Repara de la diócesis de Madrid de atención a víctimas de abusos, Lidia Troya, participa junto a Águeda Nougués, acompañante en Repara y miembro de la cátedra Pro+Tejer, en el Encuentro de Rectores y Formadores de Seminarios Mayores. Organizado por la Subcomisión Episcopal para los Seminarios, se celebrará del 17 al 19 de octubre en la Casa de Ejercicios Nuestra Señora de la Anunciación.

Troya y Nougués impartirán dos de las ponencias de las jornadas. La primera, el sábado 18 de octubre, sobre Curar libertades heridas: el poder de una autoridad sana en el acompañamiento formativo del seminario; y la segunda, el domingo, sobre Prevenir un mal uso del poder en el seminario.

«Hablaremos desde lo que nos han enseñado las víctimas en los procesos de escucha y de encuentro con ellas», señala la responsable de Repara. «Las personas víctimas son maestras —añade—; necesitan acompañamiento para sanar, pero también ponen de manifiesto que la Iglesia, en sus estructuras y procedimientos, ha de cambiar».

Sanación y prevención

Así, en torno a la sanación y a la prevención, las ponentes tratarán de generar una reflexión personal y grupal sobre la autoridad como herramienta de sanación y empoderamiento, en contraposición al modelo de poder que genera abuso. Así, se hablará en esa primera parte sobre la autoridad sana en la relación personal, detallado en el acompañamiento, y en la estructura, de la comunidad a la fraternidad. Asimismo, se abordarán los perfiles de riesgo y las respuestas de riesgo.

En un segundo momento, se tratarán de identificar las raíces del abuso de poder en la formación y se propondrán herramientas prácticas para su prevención. En este punto se tratará, entre otros, sobre el clericalismo como enfermedad y las señales de alarma para reconocer ambientes eclesiales abusivos. «Descubrimos —afirma Troya, y así lo trasladará en las jornadas— modelos de formación y acompañamiento que basan la autoridad en el miedo y la intimidación, y que son caminos de sometimiento y, por tanto, abusivos».

«Hemos de salvar lo enormemente valioso que hay en el ámbito de la formación y del acompañamiento», pero también «hemos de poder ver el reto ante el que estamos». Así, «nuestra capacidad de respuesta depende de nuestra capacidad de ver; solo lo que vemos podemos sanar».

En el encuentro estará presidido por el presidente de la Comisión Episcopal para el Clero y SeminariosJesús Pulido, obispo de Coria-Cáceres, y el presidente de la Subcomisión Episcopal para los SeminariosJesús Vidal, obispo de Segovia. En las jornadas también participará Carlos López Segovia, vicesecretario para Asuntos Generales de la Conferencia Episcopal Española, que hablará sobre la Autoridad y toma de decisiones en el seminario: aspectos canónicos del proceso formativo hacia el presbiterado, y La autoridad de los formadores y los derechos de los seminaristas.

El Proyecto Repara de Madrid, en la persona de Lidia Troya, responsable de primera acogida y coordinadora de atención, ha sido uno de los protagonistas de la primera jornada de la conferencia «La salvaguardia en la Iglesia católica en Europa», que se está celebrando en Roma del 13 al 15 de noviembre. Este evento, organizado por la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, ha reunido a representantes de Conferencias Episcopales, Conferencias de Religiosos, diócesis, órdenes, congregaciones, sociedades de vida apostólica e institutos seculares provenientes de 25 países.

Junto con el obispo de Teruel, – ciudad donde también trabaja el Proyecto Repara – José Antonio Satué, la responsable de primera acogida ha sido clara: «Estamos convencidos de que la Iglesia institucional y la atención a las víctimas deben iniciar caminos de sanación mutua […] como iglesia es posible hacer un camino de conversión con las víctimas. Después de décadas de ceguera y negligencia institucional hemos iniciado este camino de prevención de abusos en la Iglesia».

«A veces parece que en la Iglesia hay prisa por pasar página» ha subrayado Lidia Troya, recordando el Acto de Reconocimiento y Reparación que se vivió en Madrid el pasado 21 de octubre en la Catedral de la Almudena: «’Hay que pasar página’ es la frase más escuchada por muchos supervivientes tras el horror sufrido y una vida rota. Pero el silencio no cura la herida. Para curar es necesario hablar. Sin embargo, a veces no se encuentran palabras, se necesitan otros elementos como el arte, la belleza y la poesía».

Leyendo algunos testimonios de víctimas de abusos en la Iglesia, Lidia Troya ha subrayado que «la mayoría de las historias que hemos escuchado coinciden que lo ocurrido es terrible, pero más terrible es el dolor que, como institución, les hemos causado. A las víctimas les cuesta confiar en una institución que se ha protegido y muchas veces no ha sido transparente».

También el obispo de Teruel ha remarcado que «ante la realidad de los abusos, no podemos conformarnos con la aplicación de protocolos, sino que debemos responsabilizarnos del daño infligido y convertirnos con la ayuda de Dios. Debemos cambiar nuestra sensibilidad, nuestros pensamientos y nuestras acciones. Sin esa conversión sincera, nuestros discursos, nuestras acciones, corren el riesgo de convertirse en instrumentos de propaganda que, tarde o temprano, perjudicarán a las víctimas. Las víctimas saben distinguir cuándo hablamos y hacemos propaganda y cuándo hablamos con el corazón».

Reflexionando sobre el último informe de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, Lidia Troya se ha mostrado preocupada por la «falta de estructuras de denuncia y acompañamiento a las víctimas». Repara nació «humildemente» para ser una de esas estructuras. Un proyecto que empezó con «mucha fatiga y fragilidad, como todo lo relacionado con este tema complejo, incómodo y doloroso». Recordando la historia de Repara, Lidia Troya ha subrayado cómo el único poder que tienen es «el de la acción, no de algo, sino de alguien», utilizando palabras de la filósofa Hannah Arendt.

«Las víctimas son el centro de todas nuestras acciones. Somos testigos privilegiados de las rupturas internas de las personas, de sus lágrimas derramadas y también de la capacidad del ser humano para reconstruirse cuando cuenta con el apoyo necesario», ha remarcado Lidia Troya.

«Si no hay denuncias, no es porque no haya habido abusos, es porque el tratamiento que vamos a recibir resulta más doloroso que el propio abuso». Testimonios como este, el de un sacerdote del que abusaron en el seminario, han iniciado el acto de reconocimiento y reparación a las víctimas de abusos en la Iglesia de Madrid. Este lunes, 21 de octubre, cientos de personas se han congregado en las puertas de la catedral de la Almudena para, sin categorías ni roles, unirse en oración en un emotivo evento marcado por el silencio y el dolor.

El acto ha comenzado con un primer momento, el de la escucha. Un silencio profundo, roto solo por la proclamación del salmo 13: «¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?». Un cuarteto de cuerda ha acompañado suavemente los testimonios de las víctimas, cuyos relatos han resonado en los corazones de los asistentes: «Si no dan importancia ni credibilidad a nuestro relato, ¿cómo vamos a dar el paso difícil de salir del anonimato, estando llenos de temores, miedos y vergüenzas?». Sus palabras, cargadas de verdad y desesperanza, reflejan la dificultad de muchas víctimas para denunciar, no por falta de valor, sino por el miedo a ser revictimizadas.

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A lo largo del acto, estos testimonios han evidenciado la magnitud del daño causado, también por el encubrimiento. Una de las frases más conmovedoras ha venido de una mujer que habló de la confusión y la traición que sintió: «Hasta que ocurrió, era una persona de absoluta confianza para mí… Mi cabeza me decía que aquello no estaba pasando». Testimonios, pausados por momentos de silencio, han calado hondo en una audiencia que ha respetado el dolor compartido. Los asistentes, unidos como pueblo de Dios y comunidad orante, sin roles ni categorías de víctimas o victimarios, acompañaban a las personas víctimas.

En un segundo momento, se ha invitado a los asistentes al interior de la catedral, donde ha tenido lugar el acto penitencial. En el presbiterio, ante el altar de la catedral, un olivo como símbolo de paz y reconciliación, acompañado por una placa con la inscripción: «En memoria de todas las personas víctimas de abusos en nuestra Iglesia. “Lo que a uno de estos le hicisteis, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40)». Un gesto que representa no solo el compromiso de la Iglesia de Madrid con las víctimas, sino también la necesidad de recordar y reparar.

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El cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, visiblemente conmovido, ha expresado cómo las lágrimas y las heridas «nos han abierto los ojos para reconocer que no hemos cuidado a las víctimas, que no os hemos defendido y que nos hemos resistido a entenderos cuando más lo necesitabais». No hay «palabras vacías», ha insistido; «solo el reconocimiento de un dolor que ha marcado vidas enteras. No queremos, no podemos, no debemos pasar página», ha declarado el arzobispo en un discurso que ha buscado mostrar un cambio en la actitud de la Iglesia hacia las víctimas.

Concluidas estas palabras y después de rezar el padrenuestro, una persona ha depositado incienso ante la cruz. También los seminaristas de la diócesis han querido ser parte del acto y han cantado el salmo 130: «Desde lo más profundo te llamo a ti, Señor: ¡Señor, escucha mi voz! ¡Que tus oídos atiendan la voz de mis súplicas!».

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Este acto, aunque no borrará el sufrimiento vivido por las víctimas, representa un paso hacia adelante en el reconocimiento y la reparación del daño causado. «La Iglesia de Madrid, consciente de su responsabilidad, ha dejado claro que no pasará página», han expresado desde el Proyecto Repara de la archidiócesis. «Las heridas aún abiertas de las víctimas requieren memoria, justicia y una transformación profunda en la forma en que la institución afronta los abusos, no solo de carácter sexual, sino también de poder y conciencia». «Nunca será suficiente lo que hagamos para reparar lo que ha sucedido. Solo nos queda la fe y vuestras heridas. No serán en vano».

Esta promesa, la de no repetir los errores del pasado, ha sido sellada simbólicamente con la plantación de un olivo, que servirá como un recordatorio permanente de que la Iglesia de Madrid no olvida el dolor de sus víctimas. Desde la archidiócesis, han recordado que «la vida de Dios, cuando la acogemos al pie de la cruz, siempre hace brotar la esperanza, entre oscuridades y tinieblas» y fruto de este encuentro «queremos que se abra la vida. Por eso plantaremos a las puertas de la catedral un nuevo olivo, signo de la paz y fuente del bálsamo que sana. Nos recordará nuestra oración y nuestro reconocimiento a cada superviviente, a cada víctima».

Este olivo, han recalcado, «es una oración por cada corazón herido, por cada gesto silenciado, y un compromiso de paz y reconocimiento para nunca más pasar página y sembrar vida».